A propósito de un nuevo humanismo

Por Salvador Paniker
(artículo publicado en El País)

En 1959, C. P. Snow dictó en Cambridge una famosa conferencia titulada Las dos culturas y la revolución científica, deplorando la escisión académica y profesional entre el ramo de las ciencias y el de las letras. En 1991, el agente literario John Brockman popularizó el concepto de la tercera cultura, para referirse a la entrada en escena de los científicos-escritores. Nacería así un nuevo humanismo. Un nuevo humanismo que ya no sería tanto el humanismo clásico cuanto una nueva hibridación entre ciencias y letras.

En lo que concierne a la filosofía, este nuevo humanismo debería estar atento no sólo a la ciencia, sino al mayor número posible de corrientes de pensamiento vivo. Ello es que la filosofía no debe estar encerrada en un departamento académico profesional, sino ejercerse en un cruce interdisciplinario y en «conversación» -como dijera el recientemente desaparecido Richard Rorty- con todas las demás ciencias. La filosofía tiene que trazar mapas de la realidad. El filósofo es, en palabras de Platón, «el que tiene la visión de conjunto (synoptikós)», es decir, el que organiza lo más relevante de la «información almacenada» (cultura) y esboza nuevas cosmovisiones (provisionales, pero coherentes). Por otra parte, la inicial intuición de los filósofos «analíticos» -que fueron los primeros en señalar la importancia de evitar las trampas que nos tiende el lenguaje- no debe echarse en saco roto.

Pienso, así, que un nuevo humanismo debería asumir ciertas reformas lingüísticas. Recordemos, por ejemplo, lo mucho que nos sigue condicionando todavía el viejo constructo aristotélico hecho de sujeto, verbo y predicado, que es también el modelo cartesiano de cognición sujeto-objeto. Esta convención es responsable -como ya denunciaran tanto Buda como David Hume- de incurrir en la falacia de creer que hay mente cuando lo único seguro es que hay actos mentales.

Lo que ocurre es que en el género filosófico las palabras tienen que transmitir conceptos, y por ahí caben pocas florituras. En filosofía es muy difícil salirse de un determinado modelo gramatical. Martin Heidegger ya explicó que tuvo que renunciar a escribir la segunda parte de El ser y el tiempo por la inadecuación del lenguaje de la metafísica que siempre identifica el ser con el ente, olvidando la diferencia ontológica. Hoy, cuando la filosofía tiende a confundirse con la literatura, ¿qué otros recursos caben? Gregory Bateson solía decir que hay que acostumbrarse a una nueva forma de pensar que substituya los objetos por relaciones. Pero substituir los objetos por relaciones es contar historias. De modo que Gregory Bateson nos estaba invitando a contar historias.

En todo caso, si bien se ha producido el «giro lingüístico», nuestros hábitos sintácticos han cambiado poco. Y ya digo que se comprende. El ya citado Heidegger, en su segunda época, reivindicó la poesía -cuyo ejemplo supremo sería Hölderlin- como modelo de lenguaje no objetivante, no reducido a simple instrumento de información. Sólo que Heidegger llegó a embriagarse tanto de «oscuridad poética» que difícilmente se le podía seguir. En cuanto a los lenguajes formales usados por las ciencias duras, sucede que al final sólo son accesibles a un grupo reducidísimo de especialistas. Así, pongo por caso, todavía las gentes ilustradas pudieron digerir en su día la teoría de la gravitación de Newton, e incluso la de la relatividad de Einstein (aunque ésta ya menos, la constancia de la velocidad de la luz es estrictamente contraintuitiva); pero ¿quién es capaz de seguir la endiablada complejidad matemática de la teoría de las supercuerdas?

Y, con todo, hay ahí un camino a mi juicio irreversible. Pues, al margen del lenguaje que uno utilice, ha sonado la hora de liberarse de la tiranía de la intuición, el sentido común y otros embelecos parecidos.

Por otra parte, ¿por qué la realidad habría de ser completamente inteligible? De entrada, el teorema de Gödel impugna la noción misma de una teoría completa de la natura: cualquier sistema de axiomas moderadamente complejo plantea preguntas que los axiomas no pueden responder. De otro lado,la Teoría de la Evolución confirma nuestra oscuridad. Nada nos obliga a pensar que el mundo ha de ser completamente inteligible. Al menos para nosotros, simios pensantes. Al menos en relación a lo que nosotros, simios pensantes, entendemos por inteligibilidad.

En resolución. Un nuevo humanismo debería comenzar por una cura de modestia, y quizá abjurando del mismo y arrogante concepto de humanismo, el que coloca al animal humano como centro y referencia de todo lo que existe. Un nuevo humanismo, compatible con la sensibilidad metafísica, no puede ponerse de espaldas a la ciencia. Naturalmente, no se trata de incurrir en el oscurantismo pseudocientífico denunciado por Alan Sokal y Jean Bricmont en su conocido libro Imposturas intelectuales. No hay que usar la jerga científica en contextos que no le corresponden. Tampoco se trata de caer en un relativismo epistémico radical (que surge de una mala digestión de las obras de Kuhn y Feyerabend), ni de creer que la ciencia es una mera narración, o una pura construcción social. Ni de buscar síntesis atolondradas entre Ciencia y Mística. La tarea es previa y más respetuosa con la autonomía de la ciencia. Se trata de conocer de verdad nuestros condicionamientos esenciales. Se trata de que los paradigmas científicos fecunden realmente a los discursos filosóficos e incluso literarios.

Ello es que es la totalidad de la cultura la que permanentemente está en juego y se renueva. Se renueva desde la interfecundación de las distintas disciplinas. Hoy procede, incluso, elaborar un nuevo concepto de los «textos sagrados» que no hay que ir a buscar donde las fuentes están ya secas. Por ejemplo, ¿llegará algún día en que algún Sumo Pontífice de la Iglesia católica escriba algo verdaderamente inspirado, algo real, sin esos horribles amaneramientos de los documentos oficiales? No parece probable, y tampoco hace falta. Los verdaderos «textos sagrados» de la tradición occidental son, desde hace siglos, los de los grandes autores. Platón y Aristóteles, Dante y Shakespeare. Pero también Victoria, Bach, Haendel, Beethoven. Y Giotto, Fra Angelico, Rembrandt. Y Arquímedes, Pascal, Newton, Darwin, Einstein, Heisenberg. Y Paul Celan y Bela Bartok. Etcétera. Todos ellos son «autores sagrados». Canónicos. La Física Cuántica es un monumento no menos inspirado que la Biblia. Ni menos ambiguo. Escribe el científico Arthur I. Miller: «Como una gran obra literaria, la teoría cuántica está abierta a multitud de interpretaciones».

Se equivocan pues quienes oponen la ciencia a los textos sagrados, o la ciencia al arte. Respetando los correspondientes ámbitos de autonomía, todo forma parte de un mismo prodigioso forcejeo. La persecución de lo real. Que en cierto modo es también la persecución de lo absoluto. Lo absoluto que se presiente, aunque sea inaccesible. Ciertamente, la fusión de saberes como en el Renacimiento ya no es posible. La montaña de la especialización es demasiado alta. Ahora bien, cabe hacer que los diferentes saberes «comuniquen». Comuniquen sin «reducirse» los unos a los otros. Es el meollo de lo que Edgar Morin ha llamado «transdisciplinariedad», la que, sin buscar un principio unitario de todos los conocimientos (lo cual también sería reduccionismo), aspira a una comunicación entre las disciplinas sobre la base de un pensamiento «complejo». Ni todo es física, ni todo es biología, ni todo es sociología, ni todo es antropología; pero cabe enlazar estas áreas cibernéticamente.

¿Enciclopedismo? Más bien puesta en ciclo del bucle físico/biológico/social/antropológico. Ello es que las grandes preguntas se renuevan, el tema de la condición humana está en juego y la permeabilidad entre ciencias, artes y letras se convierte en una exigencia central de nuestro tiempo.

Salvador Pániker es filósofo y escritor.

Fuente:

https://elpais.com/diario/2007/06/18/opinion/1182117606_850215.html