Querer experimentar con las palabras ha sido ese sueño que acaba por convertirse en pesadilla en cualquier vocacional de las letras, porque suelen ser ellas las que experimentan con nosotros. Nuestras limitaciones a la hora de expresarnos pasan por sus caprichosas estructuras y convierten nuestras emociones en fraudulentos campos semánticos y sintácticos, que no siempre reflejan el pensamiento que ha generado una emoción o cualquier otra condición extrínseca a él. La gran paradoja es que son, a la vez, nuestras mayores enemigas y nuestras mejores aliadas para la expresión, pero siempre condicionantes esclavizadoras del pensamiento y/o sentimiento.
La convención social que representan es sólo ese frágil equilibrio entre realidad y pensamiento, que, teóricos mentalistas* como Saussure, lograron definir con una simbología virtual que ponía en juego constantemente su credibilidad como comunicadoras del pensamiento concreto por sí mismas, ya que se encadenaban irremisiblemente a todo un
complejo aparato lingüístico del cual dependían; y de teóricos conductistas como Wittgenstein que, acertadamente, pusieron en tela de juicio la auténtica efectividad del lenguaje para explicar el mundo. ¿Nuestro lenguaje como límite de nuestro mundo? Tal vez. Más tarde, con el desarrollo de la pragmática, se afirmaría que la acción concreta del hecho
lingüístico sólo tiene sentido real en el instante en que es realizado y dentro de un contexto determinado.
Pero, pese a estas limitaciones, el lenguaje en sí no debe considerarse restrictivo, Esto se ve claramente en el lenguaje escrito, en el que ese sentido puede transgredir su propio contexto y tener valor dentro de otros contextos, en unas relaciones extrínsecas que son las que determinarán su propio valor.
Es lo que ocurre en la buena literatura. Un texto tiene un valor por sí mismo, pero según lo integramos en un contexto u otro, veremos que los sentidos varían sus matices y ofrecen una visión diferente, como un caleidoscopio que va ofreciendo nuevas formas de ver un mismo contenido. Esto nos lleva directamente a pensar que es en el lenguaje escrito donde adquiere mayor libertad la expresión lingüística, dejando a la comunicación oral en clara desventaja ante este.
Y no es una idea tan descabellada. El lenguaje literario no ofrece otra cosa sino un campo de experimentación donde uno puede obtener todas las fuentes que necesita para constituir un texto en el que confluyan todos los elementos necesarios para dar a las palabras una manipulación acorde a nuestros intereses, a través de ficciones y recursos lingüísticos, estilísticos y literarios que nos darán las claves para unos efectos de comunicación que en el lenguaje oral por sí mismo, no se dan, porque en él interactúan otro tipo de lenguajes, y son estos los que incidirán de manera eficaz o ineficaz en la comunicación de esta naturaleza. Me lleva esto a la conclusión final de que el lenguaje literario tal vez sea la forma de comunicación más eficiente y precisa de los seres pensantes.
*La concepción de Saussure como mentalista aquí, se refiere a su teoría sobre los procesos lingüísticos, que implican la representación mental
como parte de su teoría.
Artículo publicado en el libro Metamorfosis, Chiado editorial 2017