Recordemos este pequeño poema llamado “Sin Fin” del poeta argentino Hamlet Lima Quintana (1923-2002) que dice:
“Que cada quien cumpla con su propio destino,
Reconozca sus pozos y riegue sus plantas…
Y si cae en la cuenta de que ha errado el camino,
Que desande lo andado y reconstruya su casa”
Todos nacemos con fecha de caducidad. Esto es una ley de vida a la que no puedes renunciar aunque te empeñes. Pero es una ley que no pesa. Es suave, como todas aquellas leyes naturales que están puestas en carril. Avanza por sí sola, sin que la tengas que apremiar ni detener, a su paso, a tu paso, el tuyo, porque no hay dos pasos iguales. Te marca, te acompaña, convive contigo y te abandona cuando ella quiere. No te pregunta, ni te habla, ni te avisa ni te pide permiso. Se va y no se despide, te deja y ya está. Es la ley de la caducidad, la sin fecha, la traicionera. Todos le rendimos pleitesía, es caprichosa y no te digo de que es capaz. Está escrita a sangre y fuego y nos persigue, aunque huyamos de ella. Se esconde donde quiere y nos asalta en pleno día y en plena noche, a tiempo y a destiempo, cuando se le antoja, y nos recuerda que vivimos cuatro días que están contados y que ya estamos en tiempo de descuento.
Con el paso de los años se nos muestra de una manera fehaciente: acumulamos peso en lo físico, nuestras carnes pierden tersura y aquel encanto interior que animaba el espíritu se vuelve tosco, rancio y huraño. Perdemos agilidad mental y nos duele reconocer la pérdida de aquellas ilusiones, proyectos y deseos que conformaron nuestra existencia; nos duele olvidar también el recuerdo de nuestros éxitos y fracasos habidos en foros de discusiones políticas, culturales, religiosas, filosóficas y sociales debatiendo hasta la extenuación y ver al mismo tiempo como se va apagando ese fuego que alimentaba el mayor imperio de nuestra vida, la felicidad.
El tiempo pasa y reconocerlo nos hace grandes porque somos realistas; avanza inexorablemente y nos recuerda el propio devenir del ser humano: ese traspaso que vamos nimbando desde que nacemos hasta que morimos “como los ríos que van a dar en el mar, que es el morir” (Jorge Manrique). El hoy, ya no es el ayer ni tampoco es el mañana: somos el presente. Cada uno es su propio tiempo, su propia circunstancia como diría Ortega, su propio ADN diríamos hoy. Somos lo que somos y mucho de lo que hemos sido. Somos hijos del tiempo y productos de nuestra historia. Somos lo que otros fueron y seremos lo que otros ya son.
A estas alturas de mi existencia, con la edad que tengo y siento- “Qué cuantos años tengo. ¿Eso qué importa?” -(Saramago), he vivido ya las suficientes horas buenas y horas malas. Ya casi nada de lo que creemos que es importante lo parece: ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Y por eso, rechazo el cinismo de una sociedad que solo piensa en su propio bienestar y se desentiende del malestar de los otros.
Agradezco a la vida que me haya enseñado que hay que buscar siempre el lado bueno de las cosas. Señalo con el dedo a los que creen que solo es importante tener y exhibir en lugar de sentir, pensar y ser, y os digo a todos que hay que mantener la sonrisa, aunque los demás lloren. Eso es lo que importa.