Por Dr. Alberto Soler
Podemos considerar normal un estado melancólico puntual desencadenado, por ejemplo, tras el hallazgo de un objeto que nos evoque un pasado que ya no podemos recuperar. Así, es posible experimentar una sensación de nostalgia que nos impida una tarde hacer cualquier actividad más allá de repasar viejas fotografías, pero no sería normal si este estado se instaura como un modus vivendi que se repitiera cada vez con más frecuencia hasta hacernos abandonar nuestros quehaceres, vida social y obligaciones inherentes a nuestras costumbres, pues en este caso se habría instaurado una severa depresión.
La melancolía en la antigüa Grecia
Desde tiempos inmemoriales, la definición de melancolía se ha visto investida de una misteriosa y fascinante ambivalencia. Pues si bien se refería en sus orígenes al predominio de la bilis negra según la Teoría Hipocrática y Galénica de los cuatro Humores, en otra de sus acepciones remitía a un estado del alma que exaltaba los sentidos y originaba la emanación de una genialidad lindante con la locura.
Platón consideró la melancolía como una «patología moral que debilita la voluntad y la razón y que suele estar, como temperamento, asociada a hombres dotados de un talento fuera de lo común para las artes, la poesía, la filosofía o la política .”
Mas tarde, Aristóteles retomó y reinterpretó el concepto de melancolía, otorgándole un sentido que la alejaba de la negatividad implícita en la visión platónica del término. Para Aristóteles, cuando la melancolía se asociaba —en un mismo individuo— a un talento fuera de lo común, se la debía considerar como algo positivo ya que, según sus planteamientos, el estado melancólico se manifestaba como:
“…un precario y frágil equilibrio entre lo morboso y lo genial…”
un equilibrio, no obstante, en permanente peligro de una ruptura que haría caer al individuo desde la elevada altura de su genialidad al foso de la locura.
A partir de Aristóteles, quedó consolidada la relación entre genio y melancolía, concibiéndose la genialidad como un regalo de los dioses y la melancolía como un aspecto concomitante a la condición de genio.
Pero a su vez, la melancolía considerada como enfermedad, se identificó con estados de tristeza, depresión, angustia, locura y éxtasis.
La melancolía en la Edad Media
El pensamiento filosófico de la Edad media se nutrió casi exclusivamente de la savia teológica. O lo que es lo mismo, cualquier postura ideológica tenía que pasar irremediablemente por el filtro de la Iglesia.
La Iglesia católica del medioevo experimentó la urgencia de fijar un dogma que le sirviera como sustento de su doctrina, y para ello acudió a las ideas de Platón, reinterpretándolas a su conveniencia y considerándolas como una “preparación de la doctrina revelada”. Así fue como la filosofía de Platón fue utilizada como un instrumento que sustentara la fe y la doctrina del cristianismo.
Del mismo modo, se recurrió a las ideas de Aristóteles, a las que se consideró como una “guía” apropiada para entender y difundir el dogma doctrinal, esencialmente en lo concerniente a la labor de cristianización de los puebles bárbaros.
Fue de este modo como surgió la Escolástica (Anselmo de Canterbury, Luís Vives, Santo Tomás, San Agustin), una corriente teológica y filosófica que utilizaba en parte la filosofía clásica grecolatina para interpretar, asimilar y transmitir la revelación religiosa del cristianismo. Podríamos considerar a la Escolástica como una asimilación de la filosofía pagana para sentar las bases dogmáticas del cristianismo. Algo así como un aristotelismo puesto al servicio de la idea cristiana, que se erigió como una corriente filosófico-teológica de gran preponderancia en el medioevo, centrada en la integración entre la razón y la fe, aunque otorgando mayor preponderancia a esta última.
En este contexto histórico, la melancolía en la Edad Media pasó a tener una connotación totalmente negativa y fue generalmente atribuida a la presencia del demonio.
De este modo, los límites entre locura y genialidad, ya presentes en los textos de los filósofos clásicos y nunca bien delimitados, pasaron a ser mucho mas confusos.
La melancolía era considerada en el medievo como algo pecaminoso y estrechamente vinculado a la acedia (también denominada acidia), uno de los pecados capitales que hoy no es reconocido como tal por quedar englobado dentro de la pereza.
La acedia se definía en la Edad Media como un
“descuido de las tareas religiosas propio de los mojes, que con frecuencia iba acompañado de angustia, tristeza y desesperación.”
Actualmente, el Catecismo católico define así a la acedia:
«La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino»
En un principio, la acedia fue considerada como un pecado que solo podían cometer los monjes, pero mas tarde sobrepasó el contexto religioso convirtiéndose en un pecado laico que hoy los católicos conocen como el pecado capital de la pereza.
Tras esta evolución conceptual, el significado de la acedia dejó de hacer alusión exclusiva al abandono de las obligaciones religiosas sino también a la dejadez en las labores productivas de las personas comunes y laicas, asimilándose con la melancolía negativa y considerándose como una manifestación morbosa y censurable que tanto podía presentarse en religiosos como en seglares.
Los monjes medievales buscaban un ideal absoluto representado por la idea de un Dios vivo capaz de manifestarse, darse a conocer y recibir el amor de los hombres. No obstante, ante la impotencia y la incapacidad de los monjes para poder experimentar permanentemente ese contacto pleno con la divinidad, no era infrecuente que se sumieran en estados de tristeza, inhibición y desvalorización personal que eran considerados por la Iglesia como el pecado de la acedia, una supuesta patología moral que hoy consideraríamos como un estado depresivo ocasionado por no poder cumplir los monjes las expectativas que se les exigían.
Sumidos en el estado de la acedia, podía ocurrir que los monjes recibieran ciertas manifestaciones divinas que consiguieran apartarlos de su trance oscuro. Y si esto ocurría, era tal su alegría y su modo de manifestarla, que entraban en un estado eufórico con sentimientos de gozo, expansividad y una desmedida auto-confianza. De este modo, los monjes experimentaban unas alternancias en su estado de ánimo que, desde la perspectiva psiquiátrica actual, podríamos interpretar como un trastorno bipolar con sus fases depresivas y maníacas, algo que lógicamente, la Escolástica ignoraba e interpretaba a su modo y conveniencia. Así, las dolorosas fases oscuras del proceso místico sufridas por los monjes a lo largo de su trayectoria espiritual, fases que en la Edad Media eran interpretadas como “purificaciones pasivas” concebidas como un estado de purificación y sufrimiento, una especie de “noche oscura del alma” de la que solo podían liberarse si la gracia de que Dios se manifestaba en ellos, probablemente no fueran más que una grave depresión mayor tal cual hoy la contempla y define la moderna psiquiatría.
Volviendo al concepto de la melancolía, es posible concluir que el severo pensamiento teológico medieval le negara a este estado el beneplácito de la ambigüedad con la que los filósofos clásicos la contemplaron, pues los teólogos de la Escolástica sólo vieron en ella sus manifestaciones más morbosas y negativas, describiendo a la melancolía como:
“… una constitución física desagradable y repulsiva, asociada a rasgos negativos y censurables”
con el agravante de contemplar la posesión del demonio como su causa y el pecado (en este caso, la melancolía) como la conclusión y efecto.
La melancolía en el Renacimiento
Con el Renacimiento la melancolía dejó de ser ese estado innoble, pecaminoso y patológico propio del pensamiento medieval, y volvió a quedar investida de atributos positivos tal y como fue entendida e interpretada por el pensamiento de Aristóteles.
Durante el periodo renacentista, destaca con luz propia la figura del florentino Marsilio Ficino, un renombrado humanista neo-platónico que revitalizó las viejas posturas aristotélicas en su “De Triplice Vita”, al entender la melancolía como un “don divino”, y considerarla como:
“ …una característica definitoria y presente en los genios literarios y creadores”.
También el Renacimiento hizo posible una fusión entre las ideas del “furor” platónico y la “melancolía positiva aristotélica”, surgiendo de este modo la figura típicamente renacentista del “divino artista” de la que Miguel Ángel se erige como prototipo por excelencia.
El propósito del artista del Renacimiento no consistía en buscar o recrear ensoñaciones platónicas, unas ideas eternas independientes de los hombres que pudiesen gozar al contemplarlas. Mas bien, el artista renacentista iba en pos de ideas que consiguieran plasmar y expresar su propio espíritu. Fue así como el artista renacentista dejó de ser un imitador de la naturaleza y se convirtió en un auténtico creador. El mejor ejemplo de la encarnación de esta práctica fue el pintor renacentista alemán Alberto Durero quien, a diferencia de todos sus predecesores comparaba
“… al artista con Dios porque, a semejanza con Dios, el artista tiene la posibilidad de crear cada día a partir las ideas que están en su espíritu”
Igualmente, durante el Renacimiento, el conocimiento de lo absoluto no se lograba a través del éxtasis místico como en la Edad Media (en la que fue patente la relación entre la mística, la depresión y la creatividad a la manera que lo lograron San Juan de la Cruz o Santa Teresa), sino mas bien se alcanzaba cuando el artista actuaba como una especie de sacerdote creador al servicio del arte concebido como una divinidad.
Fue así como, en el contexto del ideal renacentista, volvió a quedar patente la relación existente entre genialidad y locura al reconocerse en el artista unas singularidades (sensibilidad, aislamiento, soledad y extravagancia, todo ello aderezado con cierta actitud que hoy denominaríamos como snob) que lo hacían por completo diferente al resto de la gente común, singularidades que le hacían digno de ser considerado como un divino artista, aunque estas mismas características manifestadas en los demás mortales pudieran inducir a la sospecha una enajenación mental.
Precisamente en base a estas singulares cualidades asociadas al temperamento del artista, fue reinventado el concepto de melancolía que el Renacimiento interpretó de nuevo, en oposición a las ideas medievales, como
“… un estado positivo dotado de un sentido de heroicidad espiritual y de locura divina, que podían propiciar la creación artística, no a través del éxtasis místico, sino merced a la introspección y a las experiencias personales”
Durante los siglos XV y XVI se consideró imposible la creación de una obra poética o artística sin la presencia de manifestaciones melancólicas en el autor.