Filosofía de la longevidad

 Por Manuel Pascual

“Es preferible ser viejo menos tiempo que serlo antes de la vejez” (Cicerón)

Cicerón, en su tratado De Senectute, parte de cuatro causas que parecieran hacer miserable la vejez: el apartarnos de la vida profesional, las enfermedades del cuerpo, la privación de las experiencias placenteras y el no distar “mucho de la muerte”. Para Aristóteles, la vejez no es garantía de sabiduría ni de capacidad política. Acusa a los viejos de tener todos los defectos y pues la decrepitud física conlleva la espiritual, los descarta del poder porque ve en ellos a individuos disminuidos. Platón, en la República, muestra una concepción positiva sobre los ancianos. Piensa que es la etapa en que el ser humano alcanza las más óptimas virtudes morales, tales como la prudencia, la sagacidad, la discreción y el buen juicio. Y para Sócrates, la vejez es un estado de reposo y de libertad de los sentidos. Cuando las pasiones aflojan queda libre de múltiples y famosos tiranos. 

En la antigüedad  a pesar de que los más fuertes y sanos podían llegar hasta los 70, la mayoría moría antes de los 50. Los que llegaban a los 40 o 50 con fuerza y salud eran tratados con respeto, mientras a los menos aptos se les consideraba una carga, se les ignoraba o incluso los mataban. En el Medioevo, solo los más fuertes tenían el respaldo de los demás y la validez como persona. Los ancianos eran ignorados al ser considerados débiles y desprovistos de la fuerza física necesaria para la guerra siendo muchos de ellos abandonados.

Actualmente, el reconocido filósofo Pascal Brucker  (París, 1948) plantea en este lúcido ensayo (1) cómo los avances de la ciencia  han permitido que desde mediados del siglo XX, la esperanza de vida ha aumentado de veinte a treinta años, equivalente a toda una existencia en el siglo XVII.

 La edad, según él, es “una convención social basada en una realidad biológica”. En la Edad Media, por ejemplo, a los 40 años se consideraba que una persona era ya vieja y que quien llegaba a cumplirlos era un privilegiado. Ahora, en pleno siglo XXI, hay países como el Japón, donde muchos ancianos superan los 100 años, en concreto se estima que hay 65.000 centenarios. Si por ejemplo, en estos momentos, la mayoría de las personas fallecieran a los 90 años,  la sociedad consideraría que tener 70 años seria  una edad ideal. La convención social a cerca de la vejez, seguro que cambiaria porque ese dato lo haría posible.  Por lo tanto, siempre  cabrá la posibilidad de cambiar de convención.

 Otra cosa es cómo se sienta uno. Hay personas que a los 50 años se sienten viejas y otras que a los 70 se sienten jóvenes. Pero lo que no deja de ser una verdad como un templo es que lo que la ciencia y la tecnología han prolongado no es la vida, sino la vejez. Llega un momento en que la salud consiste en pasar de una enfermedad a otra, sin hacernos ilusiones, donde la recuperación es más lenta y la convalecencia más larga. Sobre todo cuando nos sobrevienen los achaques propios de la edad: entramos más o menos en la edad de las prótesis, gafas, audífonos, marcapasos, válvulas, implantes, chips varios etc.,

En Alemania y Japón  se venden más pañales para ancianos que para bebés. Se vive más tiempo cada vez, pero se está más enfermo, mientras que la esperanza de vida con buena salud se estanca.  Y prevalece en esos momentos de la vida la sensación de que el tiempo se está acabando a toda velocidad, de que los días van cayendo uno tras otro, como un castillo de naipes, de que ahora hay que contarlos en medios años, meses, incluso semanas porque el tiempo que queda de vida se va abreviando y nos agarramos a ella como el  náufrago a su salvavidas. Envejecer solo es tolerable si continuamos teniendo un cuerpo y unas mentes decentes, y se teme al envejecimiento en la medida que la vida se alarga y la vejez se acorta. Según el biólogo Jean-Francois Bouret, “vivimos más tiempo, pero más tiempo con mala salud”. El cuerpo no miente; el cuerpo manda.

 Sin embargo, y pese a todo, en nuestra sociedad individualista se nos ofrecen dos “modelos de vejez” que podemos encontrar. Aquel que interpreta el papel del viejo galán (propio de quien quiere recuperar la juventud perdida) o aquel que adopta la pose del sabio desilusionado, o lo que es lo mismo, el de aquel que no pondría limites a sus apetitos y encontraría a los 60 años o más los sueños de un adolescente o el del otro que entraría en el mundo de los viejecitos que echan la partida o que juegan a la petanca mientras esperan la sopa.

Por un lado estaría, pues, la tribu de los jubilados sobre vitaminados que han vencido con éxito varias enfermedades, que quisieran comerse la existencia a bocados, jubilados por cierto pertenecientes a las clases medias o altas, y por otro, estaría la muchedumbre gris de los resignados, ansiosos por escapar del tumulto y con ganas de vivir en paz y tranquilidad sus últimos años de vida. 

Solo hay una forma de retrasar el envejecimiento: permanecer en la dinámica del deseo, recuperar la ilusión, cambiar de actitud y empezar a reinventarse. La filosofía de la longevidad debe fundarse en la resolución o disposición positiva de ánimo y nunca en la resignación para vivir esta “vida extra”, la vejez, de la mejor manera posible pues para un hombre o una mujer “la carga más pesada es vivir sin existir” (Víctor Hugo)-.

 Las personas de edad pueden alentar a las generaciones venideras a levantar la voz a favor de la libertad, la paz y la democracia sin olvidar que nuestros mayores son transmisores de sabiduría y experiencia. Creámonos  aquello de que “cuando muere un anciano, es una biblioteca la que se quema” (Amadou Hampâte Ba en 1960. Escritor maliense.) Apostemos porque la vejez ocupe el lugar que le corresponde en la sociedad y asumamos que ser viejo no es un insulto, es una consecuencia de la edad.

  1. Pascal Bruckner. UN INSTANTE ETERNO. –Filosofía de la longevidad-. Siruela Biblioteca de ensayo. 3ª edición: abril de 2021.