Por Alberto Soler
Al hablar o al callar. Al actuar o al inhibirnos. Al tomar una iniciativa o al mantenernos al margen. Siempre estamos expuestos a cometer un error de esos que coloquialmente se conocen como ‘meter la pata’, y luego descubrir sus consecuencias al analizar el contenido de la caja negra que pone en evidencia el escaso o nulo control que a veces ejercemos sobre nuestras vidas, propiciando actuaciones que redundan en un perjuicio que repercute tanto en nuestra ámbito personal como en aquellos a quienes más queremos.
«Meter la pata»… ¿quién no la ha metido alguna vez en su vida?
Claudicar ante los recuerdos de lo que han sido nuestras actuaciones a lo largo de los años, es como viajar a través de la geografía de los errores que jalonan nuestras vidas, un cúmulo de desatinos a veces demasiado arriesgados por lo irresponsablemente que los llegamos a acometer en la incesante búsqueda de experiencias que promueve nuestras ansias de libertad y rescate emocional en busca de placer y bienestar para cada etapa y cada momento de nuestra existencia.
Tal vez nos podría ayudar, para apagar las llamas de las culpas y remordimientos que nos atormentan, reflexionar y concluir que las meteduras de pata no son un problema personal que únicamente nos atañe a nosotros, sino un vicio coportamental, un ‘modus actuandi’ colectivo consecuencia de la presión de una sociedad equivocada, apresurada y muchas veces sin rumbo, fiel reflejo de unos tiempos en los que la individualidad se diluye en las exigencias externas (responsabilidades, imposiciones…) con el resultado de que es casi imposible no equivocarse.
Vivimos errando y morimos aprendiendo.
Sin embargo, tarde o temprano siempre se acaba imponiendo el inconveniente de que, al final de nuestros días, la sabiduría que atesoramos a lo largo de nuestra existencia, de nada servirá cuando entremos a formar parte de ese mundo que justamente es eso: la nada con la que nos fusionaremos después de la muerte.