Por Manuel Pascual
“Una actividad intelectual que invita a reflexionar”.
Creer en algo es relativamente fácil. Tener fe en aquello que se cree cuesta un poco más. Y no dudar alguna vez a cerca de lo que creemos es ya el colmo. El creer va más allá del saber. Cuando tenemos conocimiento de una cosa, sabemos. Pero cuando creemos, a veces dudamos y necesitamos explicaciones demostraciones y respuestas. Entonces, nos hacemos muchas preguntas. Una de ellas es a cerca de la existencia de Dios y qué hay después de la muerte. Esta la considero la más fundamental. Otra es acerca del justo juicio de Dios. Y una tercera es acerca de la omnipotencia divina, entre otras muchas. Cada cual, además, las propias.
La abundancia y proliferación de las religiones han pretendido dar respuesta a nuestras dudas, preguntas y curiosidades. Unas tienen su origen en el judaísmo, otras en el islamismo, otras son orientales, otras son ramas de otras. El caso es que todas las religiones abordan los mismos temas de fondo. El más principal es averiguar y diseñar, a grosso modo, la suerte que corremos después de morir y qué hemos de hacer mientras vivimos para continuar viviendo plenamente después de la muerte.
Estos temas han interesado también a la filosofía. Cómo no. Antes de Cristo, los pitagóricos hablaban del orfismo y más tarde Platón habló de la transmigración de las almas y del dualismo alma-cuerpo. Las religiones orientales hablaron de la reencarnación y la judeo-cristiana habla de resurrección y de eternidad. Como puede observarse, todas ellas se preocupan de lo mismo y sus libros, reglas, liturgias y templos, apuntan en la misma dirección. Esas coincidencias no son vanas, tienen mucha importancia y desvelan un mismo asunto y es el miedo que tenemos a “ser nada” tras la muerte y a no saber si hay pervivencia o no.
Pero, ¿Quién es realmente Dios?
Desde el punto de vista de la Revelación, dijo Dios a Moisés “Yo soy el que soy”. Seguro que a Moisés no le aclaró nada. “Yo soy el Alfa y la Omega”, “Yo soy el Principio y el Fin”. Dios se define a sí mismo sin describir quién es. También pudo haber dicho: Yo soy la Naturaleza o Yo soy la Realidad.
Acerca de Dios, algunos teólogos, resumiendo necesariamente sus teorías, han emitido dictámenes sobre su existencia. Para San Agustín, por ejemplo, el Alma y Dios son los dos pilares de la filosofía cristiana. El Dios de San Agustín es un Dios personal, que vive en cada una de las almas de los creyentes y de donde cada uno de ellos encontrará la felicidad, no en el afuera donde a menudo se busca, sino en el propio interior. Dios es como un sol que ilumina la mente humana, o como un maestro que muestra y enseña.
La Biblia en los primeros capítulos del libro del Génesis nos cuenta la creación del mundo por Dios pero no nos define a Dios. Solo dice su nombre: Yahvé. Solo sabemos lo que se nos ha transmitido. Literalmente leemos en un mito la doctrina que los teólogos y los exegetas nos han legado con sus interpretaciones. Lo primero es que Dios es el creador del mundo; lo segundo es que crea al hombre y a la mujer y lo tercero es que ambos prevarican y cometen un pecado, llamado original (por ser el primero), que heredamos por ser de la misma estirpe que ellos y que se nos borra por medio del bautismo.
A partir de ahí, se construye todo un andamiaje teológico de ríos y ríos de tinta sobre estos temas. De ahí parte la historia de la salvación y para siempre tendremos que aceptar que nacimos en pecado pero que el sacrificio del Hijo de Dios en la cruz nos ha salvado. Y no solamente eso, sino que dicha oferta de salvación se perpetúan a través de la Iglesia y de su doctrina.
De ese Dios creador, cual arquitecto o alfarero, que aparece en el libro del Génesis, se afirma que es Padre. Y que nos ha creado por amor. Dice la Biblia que después de haber creado el universo, los seres animados e inanimados, vio que faltaba alguien que fuera mejor que ellos y eso le hizo pensar en la existencia de un ser superior dotado de razón. Pero no sólo de razón, sino también de alma.
¿Y qué es el alma?
La doctrina de la fe afirma que el alma espiritual e inmortal es creada de forma inmediata por Dios. San Agustín define al hombre como sustancia racional que consta de cuerpo y alma, siendo el alma aquella parte del hombre que puede elevarse hacia otro mundo y estar en comunicación con Dios.
Bíblicamente, el alma era el soplo divino que Dios insufló en el hombre. Era por así decirlo su impronta porque siempre hemos oído decir que de Dios venia y a Dios volvía.
Actualmente, se habla muy poco acerca del alma, casi ni se la nombra, no se encuentra en ninguna parte del cuerpo. Algunos psicólogos identifican el alma con la consciencia. Según ellos, somos o no somos conscientes. Somos pura consciencia o inconsciencia, ¿pero el alma?. En realidad ¿somos una sola cosa o dos? ¿Cuerpo y alma o unidad psico-biológica? ¿Quién se salva o perece mi alma o yo? Nadie ha visto su propia alma. A lo sumo cree amar con toda su alma, odiar con toda su alma, entregar hasta su propia alma. La conciencia tampoco la vemos pero registramos en ella nuestras acciones y nos juzga. Pero el alma no la sentimos. Eduard Punset decía que el alma estaba en el cerebro.
Es probable que algunas seguridades dogmáticas de antaño chirríen en estos tiempos consumistas, hedonistas y materialistas. Pero siempre han sido y serán de plena actualidad porque el ser humano nunca podrá obviar los temas de la Muerte, la existencia de Dios y el Más Allá. Tal vez nos venga bien en estos tiempos reactualizar aquella máxima agustiniana que dice: “intellige ut credas, crede ut intelligas” (piensa para creer, cree para pensar).