En aquellas tragedias griegas, donde el destino imponía su inevitable designio en las vidas de los personajes sofócleos, y ningún oráculo lograba librar de la fuerza epifánica y casuística de errores de antaño a unos personajes inocentes que se sumían en sus terribles consecuencias sin que, a veces, ni siquiera ellos los hubiesen cometido, se nos revelaba que nada es susceptible de huir de un camino trazado por unas fuerzas generadoras que van manifestándose en un acontecer determinante hacia un desenlace trágico, único y previsto de antemano, imposible de cambiar.
Hoy veríamos el destino como el carácter propio de la inversión de vida con la que avanzamos a un final irremisible del que no somos conscientes y sí sufridores. Realmente, ¿somos los personajes de una historia escrita de antemano? Si es así, nada de lo que sucede es casual y somos las piezas de un rompecabezas universal que se va configurando con nuestras propias existencias y experiencias y las de otros como fuerza creadora para la tarea de cumplir un Destino común, es decir, el hombre vive un destino individual que se suma al de la colectividad, cumpliendo un Destino de Destinos, y cumplirlo sería la razón de su vida, tanto individual como colectivamente.
Así, sin que podamos elegir apenas ni el orden ni las piezas de ese rompecabezas, hechas de un material que se deshace entre las brumas de lo mágico y esotérico, se va consumando ese Destino de Destinos en un movimiento armónico de causas y efectos que constituyen la continuidad de una espiritualidad, de un infinito.
En nuestro afán por controlarlo a toda costa, acudimos a la ayuda de adivinos, astrólogos y profetas en busca de vaticinios que resuelvan nuestra vida particular garantizándonos la perpetuación de la individualidad frente al colectivo y asegurándonos que esos momentos únicos que se suceden en un devenir existencial conducido con la propia fuerza del destino, tengan una esperanza de ser guiados en beneficio propio. Pero quizás debamos pensar que nuestros esfuerzos, al igual que en aquellas tragedias griegas, resulten vanos ante lo inaprensible del tiempo y el espacio que los conforma, y que lo único que nos queda entonces es la aceptación de la vida propia como un acto de descubrimiento constante que se enaltece en sí mismo. ¿Puede haber algo más sublime que cumplir nuestra razón de existir?
El destino, pues, está escrito, sólo nos queda descubrirlo.