Las humanidades y los políticos, por Antonio Penadés

La sociedad civil debe exigir la despolitización de la cultura y de la educación, contando con la comunidad docente en su conjunto

Por Antonio Penadés

Las humanidades vienen recibiendo ataques sistemáticos desde hace ya bastantes años, esto es algo bien sabido, pero para comprender qué pretenden realmente quienes desean arrebatar a nuestra juventud las disciplinas que giran en torno al ser humano hace falta contextualizar el asunto. Al identificar a los verdaderos responsables se comprueba que este fenómeno no es fruto de una serie de decisiones puntuales sino que responde a un plan bien estructurado.

Vemos con impotencia cómo cada nuevo plan de enseñanza arrincona cada vez más aquellas materias que sirven para conformar la individualidad, la amplitud de miras y el criterio propio de los jóvenes: la Cultura clásica, donde se explica el legado de las civilizaciones griega y romana y, por tanto, el origen de la sociedad en que vivimos y de nuestras instituciones; la Filosofía, disciplina que ayuda a pensar por sí mismo; la Historia, imprescindible para conocer la condición humana y, como advertía Heródoto, aminorar los abusos de los poderosos y el efecto pernicioso de los ciclos; el griego, el latín y la etimología de nuestro vocabulario, tan necesaria sobre todo en áreas científicas; la Literatura, herramienta básica para el empleo de la empatía y la adquisición del hábito lector, fuente a su vez de conocimientos ilimitados; la Historia del Arte, que ilumina la sensibilidad y el intelecto; la Ética, tan necesitada siempre; y por último el Teatro, otra invención de Grecia antigua que permite traspasar los límites de la individualidad.

Vemos también cómo se penalizan los productos culturales con un IVA tan desproporcionado que ha abocado al fracaso a un gran número de profesionales y empresas del sector y tan absurdo que ha aminorado la recaudación tributaria en términos absolutos. Mientras tanto, concejalías, consejerías y puestos directivos en diputaciones, corporaciones y museos públicos se otorgan a políticos sin conocimientos en gestión cultural —algunos sin la cultura más básica—, aunque, eso sí, con soltura en la creación de redes clientelares con dinero público. Ellos saben que la medida más eficaz y más justa sería la rebaja del IVA y la aprobación de una verdadera ley de mecenazgo, pero rechazan cambiar el sistema de subvenciones por otro de deducciones fiscales porque les supondría desprenderse de algunos de sus privilegios.

Por otro lado, la globalización ha consolidado los poderes fácticos que rigen nuestros destinos, siendo cada vez más evidente que las decisiones estratégicas de los países se adoptan en los consejos de las grandes corporaciones internacionales. Son los dirigentes de las empresas eléctricas, petrolíferas, gasísticas y armamentísticas, así como las grandes fortunas en paraísos fiscales y por supuesto los principales bancos, quienes dictan a los gobiernos y partidos tradicionales las grandes líneas a seguir. Estamos muy lejos de una democracia por mucho que los poderosos se empeñen en el uso de todo tipo de eufemismos, siendo muy certero el término “oligarquía encubierta” empleado por el helenista Pedro Olalla (ver su último ensayo, Grecia en el aire).

Dando un paso más es fácil adivinar la íntima conexión que existe entre la alta política y estas grandes empresas, tan poderosas que la facturación de las 50 primeras supera al PIB conjunto de 150 países. Se comprende bien así el funcionamiento de las puertas giratorias, la corrupción que esta situación genera y la necesidad de premiar a quienes benefician a las grandes corporaciones a costa de las prioridades de la población. Es evidente que a los oligarcas no les interesa el sentido crítico ni la generalización de la cultura, herramientas capaces de obstaculizar su control total de la situación.

Los que mandan no permitirán que sean los profesionales de la educación, quienes diseñen sus contenidos y sus métodos

En un país tan politizado como el nuestro –las instituciones, los medios de comunicación, la cultura, el lenguaje, el deporte, la historia, la justicia, el alto funcionariado y tantos otros ámbitos–, los que mandan no permitirán que sean los profesionales de la educación, que conocen a fondo este área por su relación directa con la materia y con los jóvenes, quienes diseñen sus contenidos y sus métodos. Jamás renunciarán al control de algo tan esencial para la pervivencia de la oligarquía y, en su mala fe o en su cortedad de miras, continuarán justificándose con los tendenciosos resultados del informe Pisa, elaborado por el club de países ricos OCDE.

Debemos descartar por tanto que nuestros líderes políticos, por mucho que a veces digan, alcancen jamás un pacto de Estado que evite continuos cambios en las leyes educativas que, además de crear frustración entre maestros y profesores, penalizan cada vez más a las humanidades. Hubo un intento serio en 2010 que se desbarató en el último momento por instrucciones llegadas desde arriba. En su deslealtad hacia la ciudadanía a la que se supone representan, la clase política en el poder renuncia a escuchar a quienes afirmamos que la cultura y el progreso de los pueblos van siempre de la mano.

Es por tanto la sociedad civil quien debe elevar la voz de una vez por todas y exigir la despolitización de la cultura y de la educación, y debe hacerlo de la mano de la comunidad docente en su conjunto —desde la etapa de Infantil hasta las universidades—. No debemos esperar más. Si no reivindicamos con fuerza aquello que nos humaniza, nuestro futuro será cada vez más gris y desesperanzador; sobre todo teniendo en cuenta la deriva de los valores y el creciente riesgo potencial de las tecnologías que manejamos.

Hay que recordar que Sócrates y Platón concluyeron que la virtud —areté— equivale a conocimiento. Las injusticias se nutren de la ignorancia de las personas. En la democracia ateniense los ciudadanos participaban directamente en las cuestiones de la polis, un sistema justo y audaz que se sustentaba en la responsabilidad individual por las decisiones adoptadas y en la generalización de una educación completa —paideia—. De todo esto nos están privando los oligarcas, quienes rechazan abiertamente las responsabilidades personales y la cultura. Tampoco les gustan los ciudadanos, a ellos en realidad sólo les interesan los consumidores y los contribuyentes.

Actuemos con serenidad y con contundencia desde la sociedad civil y la comunidad docente. Estos ataques a las humanidades no sólo buscan el fomento del gregarismo y de la mano de obra abundante y dócil, sino que también implican importantes avances en el derribo de nuestra democracia y de la justicia social.

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Antonio Penadés  (Valencia 1970) es licenciado en Periodismo y en Derecho y Diploma de Estudios Avanzados en Historia de la Antigüedad.

Autor de El hombre de Esparta (Edhasa 2005), Tras las huellas de Heródoto (Almuzara 2015) y de El declive de Atenas (RBA-Historia National Geographic 2013) y La gesta de las Termópilas (Gredos 2018).

Dirige un curso de Escritura creativa en el Museo L’Iber de Valencia (13 ediciones desde 2005).

Ejerce la acusación popular a título individual en el caso Cooperación desde el año 2012.

Preside Acción Cívica contra la corrupción (accion-civica.org), asociación que ejerce la acusación popular en 6 procedimientos judiciales en distintos puntos de España por presunto desvío de dinero público.